segunda-feira, 29 de dezembro de 2008

AMARL EL LINGUAJE, EVOCAR LO HUMANO

Igor Fagundes
(prefácio para edição bilíngüe do livro Vocabulário: um homem), de Rita Moutinho)

El apasionado – o, mejor dicho, apasionante– libro de poemas de Rita Moutinho, Vocabulario; un hombre, despierta en nuestros nervios esta irrecusable provocación: tornar su propio título un poema aparte; un poema que, por sí mismo, convoca a las partes del todo poético a participar de una apostática y poderosa articulación entre dos sustantivos densos y condesadores: vocabulario y hombre. ¿Qué es el vocabulario? ¿Qué es el hombre? Tanteamos esos nombres como si fuesen un “manojo de llaves” en nuestra última “ensenada” desbordada en “olas”. Nos volvemos orilla, arena, playa, puerto. También agua.

En las palabras “evocar”, “provocación” y “convoca”, anterior e intencionalmente empleadas, exclamamos la misma raíz, indoeuropea, de “vocabulario” (*wek.w), que originariamente significa la emisión de voz con todas sus fuerzas religiosas o jurídicas resultantes. Aunque no se trate de un libro de religión o de derecho y la fuerza en él pulsante sea la de la poesía, Vocabulario: un hombre trae curiosamente, como poema de apertura, “Abadesa” – palabra de sentido claramente religioso. En una especie de tensión entre lo profano que “dirige la danza” y las “celdas y hábitos”, de lo recoleto a lo divino, el hacer poético se revela el decir, por excelencia, de lo sagrado en la “orilla del cuerpo”, sin que por sagrado se entienda lo contrario de profano y sin que sea el sinónimo de religioso en su acepción doctrinario-litúrgica (ya que, etimológicamente, tiene el rico sentido de religare, religio, religamiento, reunión y comunión de cosas, personas, mundos, que sería, finalmente, característica mater de lo poético).

Asumir que la poesía es una de las manifestaciones posibles de lo sagrado es recuperar el sentido griego y genesíaco del verbo poien, aquel en el cual todo lo que no es pasa a ser y que, siendo, resguarda el no ser como posibilidad inmanente y continua de un llegar a ser. Antes que confundirse con el ámbito religioso, lo sagrado es este propio (sin) lugar del no ser que, en nosotros, encuentra espacio y tiempo, transformándose en fuente de todas nuestras posibilidades, incluso la de crear, ya que, de manera concomitante, somos creados por él a cada momento. Lo sagrado es este íntimo extranjero que nos asedia y nos crea y recrea segundo a segundo. Es esa chispa de lo más familiar y, al mismo tiempo, de lo más extraño e insondable. Nuestra propia vida-muerte en tanto no nos pertenece, en tanto nos habita como potencia impersonal particularizada en los micro y macrocosmos de los cuerpos. Lo atópico que, sobrepasando todos los topos y utopías, pasa a ser el entre-topos donde lo visible y lo invisible se tocan. Una topología tranformada en logotopía. Lo inmaterial en tensión con lo tangible. Lo indecible en tensión con lo decible. Lo desconocido por conocerse sólo en la reiteración de la oscuridad que lo enciende y lo aclara como una luciérnaga. He ahí el recorrido del desvelar autovelante de la poesía: “trabar contacto con lo intacto, / incendiarlo siendo fuelle con mi aliento”. Y Rita Moutinho sabe que “lo invisible es sensible a sus ojos”, que “el reflejo la devuelve muda”, que “el eco le retorna imagen”. Y así, como verdadera poeta que es, piensa por imágenes, con imágenes, en imágenes – las imágenes. Por ritmos y ecos, con ritmos y ecos, en ritmos y ecos – los ecos y ritmos. Y nombrar lo sagrado – oficio iluminador del poeta, como dijo Martin Heidegger, es subrayar el misterio de todo en medio de la supuesta claridad o evidencia de las cosas, lo extraordinario punzante o latente en las aparentes obviedades y banalizaciones. Y ese extraordinario es, en Rita, el que recorre los meandros de la carne, del sexo, del deseo, de las relaciones amorosas entre géneros, para, al fin, trascenderlos y uncirlos rumbo a la cosa única que es la multiplicidad de las gentes y nombres en (con)fusión. En esa divina sensualidad y sexualidad de Rita, allí está “la obra maestra escribiéndose / en la yema del pezón”.

Por eso, el erotismo de “Abadesa” y de los demás poemas del libro nos invita a pensarlos como metapoesía que evoca la pulsión de Eros propia del quehacer poético, en la medida en que este se consuma fecundante, fecundado, grávido y generador de vida(s) frente a la pulsión de thanatos con el que se imbrica y a la cual responde con la vitalidad de los universos literarios gestados y paridos. El poetizar se concreta, así, como acto amoroso, vital, vitalista, entre hombre y palabra, porque la sabe humana y humanizadora. Palabra: vocabulario: un hombre: un cuerpo. Vivo. Una vida. Y mucha. Por muchas. Voces. No las tenemos porque hablamos. Sólo hablamos porque tenemos voz. Porque en nosotros, ganó la vida y le toca hacer la suya. Porque, en el vigor de vivir, somos los escuchas de este misterioso silencio que nos canta humanos y, en seguida, nos impulsa a cantar, a ser otros y a querernos el otro. Lo sagrado es, pues, la identidad de todas esas alteridades, el mar donde desaguan todos esos ríos, la confluencia de todas las lenguas en el mayor lenguaje ontológico de la vida, el tácito vocabulario de la realidad transformada, en el pensamiento, en la página, en el poema, intermitente aprendizaje de habla. Infancia perpetua, perdida y pendiente –pensada– entre y con sentidos y sonidos, como en los ejemplares versos “Fuego / falso / fatuo / halo / amor brujo / nómade / nombre / nada / de carne”; “fardos, / frágiles, peligrosas, pesadas cargas”. En la poesía de Rita Moutinho, asonancias y aliteraciones, rimas internas y externas, asonantes o consonantes, metros fijos, versos endecasílabos, o libres, o bárbaros, nunca serán mero experimentalismo estético, antes de realizarse como memoria de lo que la palabra es como cuerpo, en cuya materialidad y reelaboraciones formales se reafirma la mudez, el abismo –lo sin forma, lo sin materia, lo sin límites- de nosotros mismos, dando –al verbo y a nuestra (falta de) verba– alma. Movimiento. Danza:

La danza de los cuerpos
lenguaje
contra la rigidez del muro
silencio
mezclaba cimiento y barro
doblaje.
Osados eran los pasos de los labios
lenguas
las manos gestaban caricias
hablas
y en las bandas de carne y hueso
entrelíneas
corrían las respiraciones

palabras.

Reconocer palabras como respiraciones, figuraciones corpóreas, físicas, fisiológicas es percibir, por ejemplo, que abolir comas en determinados momentos del libro no significa, una vez más, ansiedad esteta, transgresión por la transgresión, sino extensión del cuerpo-escritor en la intensidad del cuerpo-escrito: “sorda sorda alarma”; “aceite aceite seda” y “salo endulzo entibio” son algunos de los ejemplos en que no puntuar es ya puntuar nuestra asma o el ritmo acelerado de nuestros corazones, de nuestra presión arterial. Nuestra transpiración.

Por lo menos desde Platón sabemos, por boca de Sócrates en el diálogo Fedro, que el lenguaje o una obra es un “cuerpo vivo, de modo que no le falten, ni la cabeza, ni los pies, y de modo que tanto los órganos internos como los externos se encuentren ajustados unos a los otros, en armonía en el todo”. De lo contrario, el lenguaje estaría restringido al ámbito de la lengua, esto es, del código lingüístico, abstracto, confundido como facultad o construcción humana. Pero sólo puede haber lengua, código, construcción y humanidad porque, primordialmente, ya estamos oyendo la voz silenciosa del lenguaje que hay en nosotros, entre nosotros, alrededor de nosotros, como fuerza de reunión de todos los seres, que impone al caos del vivir un cosmos-cohesión fundador de todo con-vivir.

Una vez concebido el lenguaje entre caos y cosmos, no bastarían al poeta y al lector los sentidos diccionarizados, fosilizados. Poética es, por excelencia, toda palabra que invoca la cosa viva que ella es; la voz que ella guarda y vela y desvela cuando la revisitamos revirginalmente. Por eso, buscar en el diccionario qué es “vocabulareio” o qué es “hombre” es rendirse a la asfixia de las respuestas hechas e ignorar la poesía propia de las voces y de las hablas. El título del poemario de Rita mantiene esos sentidos en suspenso: Vocabulario, hombre, vocabulario-hombre, hombre-vocabulario... Según los diccionarios, vocabulario se restringiría a ser tanto el conjunto de palabras de una lengua como el conjunto de palabras de cierto estadio o momento histórico de la lengua. O además: el conjunto de palabras especializadas en cualquier campo de conocimiento o actividad. O más: el conjunto de palabras usadas por un autor en su obra. O, en fin, el nombre del libro que contiene esas palabras en orden alfabético, o sea, el diccionario.

Sólo en este horizonte el libro de Rita Moutinho puede ser una especie de diccionario: cuando cada palabra pasa a ser vivida como un gesto; cuando la lengua se torna lenguaje, el discurso se pone en obra y la obra se realiza como arte. Cuando, en fin, el “vocabulario; celda y hábitos” se libera en “vocabulario: un hombre”. Cuando, en el contacto, “roca” toca en “harina y piel”. Cuando “el amor aborda y convida”. “La emoción concede”. Y “el cuerpo ardiente / templa las olas”.

Al aprehender y comprender el vocabulario de la lengua en tanto ser vivo, que tiene su dinámica propia dentro del todo corporal vivo que cada obra constituye, Rita Moutinho no nos somete al raciocinio abstracto gramatical, sino al pensar poético que adviene en la vigencia y la dinámica de la propia obra, en la tensión entre una realidad siempre mayor que lo ya dado y los mundos que están todavía por darse, sin que lo uno y lo otro se agoten en el acervo de las realizaciones. En el rozarse de los cuerpos, en la disipación de los amores, en el conflicto de los bien y mal me quieres, en lo dionisíaco de la falta de contornos entre el yo y sus alteridades, lo apolíneo de la experiencia poética, la donación de la belleza y el orden a lo que irónicamente la depone y la contrapone: el desorden, lo explosivo, no siempre alegre, de las emociones.

A la obra como cuerpo vivo y al ser vivo como obra equivale, aquí, este vocabulario: un hombre. Al fin de cuentas, lo que somos como cuerpo es la propia lengua, ya que ella no es un simple código, sino un soma, la memoria viva y poética del ser humano. Y esto “humano” es una conquista, pues no nacemos humanos: nos hacemos. Humanizarnos es dejarnos atravesar por este soma en tanto lengua-lenguaje-memoria-e-historia que se hace y nos construye poéticamente. Como soma, esto es, como cuerpo, la obra literaria no es un organismo dotado de funciones, ni un utensilio ni un instrumento, aunque se empeñe por un bien, aunque la prenda que le da plenitud sea el sentido de ser lo que ella todavía no es, pero podría ser en el acontecer dialógico y erótico entre autor, poema y lector. Los hablantes y los lectores viven el desafío de, mediante el diálogo, realizarse como cuerpo vivo que es la lengua. Y así el decir surge y resurge como corporeidad, Eros, erotismo, vitalidad:

Actuar los cuerpos en conjunto,
conjugar, ampliar en prolongamiento
el gesto del otro,
poros contra poros transpirantes
haciendo el collage de los amantes,
cociendo tejidos,
rasgando los rasgones
de los sentidos.


El cuerpo-lengua y el cuerpo que cada lector busca en el diálogo de la lectura son uno y el mismo. Ese cuerpo vivo que cada lector es, en su dejarse atravesar por la lengua viva, no se distingue del cuerpo vivo que la lengua es en tanto cuerpo. Por eso, cuando, apresuradamente, decimos que este es un libro sobre el amor y que el hombre poetizado en el vocabulario y como vocabulario corresponde al hombre-género masculino deseado/ soñado/ renunciado por un yo lírico femenino, cometemos el lamentable equívoco de subyugar la obra a lo unívoco.
¿De quién es “la voz de contralto”? ¿De quién las “manos danzando el fuego”? ¿De quién los “hombros en alas”? ¿En quién experimentamos “el tacto, recorriendo el perfil de cada trazo”? ¿Quién es el “tú” del verso “escalarte de los pies a la cabeza”? En “ni pasado / ni herrumbre / corroen / a aquel hombre”, ¿quién es, finalmente, ese ser masculino? ¿Será realmente una referencia esctricta y restricta al género? Cada vez que la lírica de Rita se refiere al hombre, lo pienso como el propio lenguaje –humanizado, humanizador– que amamos; la propia aventura de la caminata de vida hacia quien dedicamos nuestro amor; el propio mundo revelado por nosotros. Y claro, el propio amor que amamos en el gesto de tornarlo palabra. Solamente porque, primero, somos amantes del amor, podemos amar todo el resto. Todo el resto que, por él elegido, por él amado, se vierte en nosotros como lugar de voz: vocabulario. A la espera de nuestro descanso.

Cuando ampliamos el sentido de hombre/género a hombre/ ser vivo y hombre/vocabulario, queremos decir que sólo es posible compulsar la experiencia femenina con su opuesto (transformando lo poético en un locus de representación o transfiguración subjetiva) porque primordialmente el locus del lenguaje ya fue habitado. No hay experiencia sin lenguaje, así como no hay una infancia prelingüística. De ahí nuestra referencia al poeta como un niño: la infancia es al mismo tiempo ausencia y busca de lenguaje. Por ser carente de palabra, es también su condición de emergencia. Pero el acceso a la infancia sólo puede acontecer en el lenguaje. En ese círculo que abriga lenguaje e infancia debe ser buscada la experiencia. El hecho de que el ser humano no nazca hablando, de tener infancia, de que su hablar y su “ser hablado” no estén previamente determinados es lo que constituye la experiencia. Es factible decir que, en cierta forma, estamos siempre aprendiendo a hablar, nunca sabemos hablar, nunca controlamos el habla o la anticipamos totalmente. Hay siempre alguna una especie de inicio y, por lo tanto, nunca acaba nuestra experiencia de lenguaje. Sin ella, no tendríamos representación de identidades femeninas, de esta mujer que “conoce el cielo, / no decide ante la muerte, / controla pasos, palabras, gestos. / Rara vez ofrece el rostro / y conteniéndose en cuerpo, / madura lo incierto”.

Sin la experiencia –léase el amor– del lenguaje, sin “prensar nuestros dedos en sus dedos”, no habría siquiera lo incierto. No seríamos modificables. No seríamos “veleros”. No andaríamos “sobre las aguas”. Celébrese, en Rita, este erotismo, por excelencia de, en, y con el lenguaje. Y “el fin de este poema leeremos / en el tiempo”.

CORPO INACABADO NO TEMPO INACABÁVEL

Igor Fagundes

Debruçados no parapeito das janelas abertas pela morada poética de Fabrício Corsaletti, respondemos, sem hesitação, à paisagem avistada: “A poesia brasileira na atualidade vai muito bem, obrigado”. Em Estudos para o seu corpo, o poeta reúne seus dois primeiros livros publicados (Movediço, 2001; e O Sobrevivente, 2003) e mais dois inéditos (Demolições e Estudos para o seu corpo, este último a batizar todo o volume e feito de um único poema dividido em dezenove partes). A cada obra, são notáveis o amadurecimento e adensamento do trabalho de Corsaletti, como se a voz lírica, sóbria e contida, “estudasse” meticulosamente seu próprio timbre, afinando-o em diferentes tons nas colorações da infância, dos atritos da cidade em fuga ou forjada (“a que não sei como chegar”) e de um corpo concreto ou idealizado, sempre atravessado por outro.


A ambigüidade característica de toda escrita poética começa já no pronome possessivo presente no título Estudos para o seu corpo: este “seu” pode referir-se ao corpo do leitor, ao corpo do próprio autor ou a algum terceiro que será, adiante, no corpo da linguagem, personagem, cenário e enredo. Tratar-se-ia, afinal, da corporeidade feminina, anatomicamente cartografada não pela sensibilidade de um poeta, digamos, masculino, uma vez que, ouvindo Cecília Meirelles e Clarice Lispector, escritor e poeta não têm sexo, ou possuem os dois, o que dá no mesmo, “como se / o sol / fosse / possível / ser dois / sóis”.


Na leitura destes Estudos, o ambíguo “seu”, longe de gerar um problema para a apreensão do sentido do título, tem a felicidade de evocar a desaprendizagem dos limites entre corpos explorada nos poemas, dada a permeabilidade e inacabamento dos tecidos corporais e lingüísticos: ora a misturarem-se a gêneros distintos no mapeamento do sexo oposto (“Amo aquela mulher / desde o momento / em que a vi mijando / descontrolada em pé”), ora a confrontar espaços e temporalidades, como os da provinciana infância (“saía da panela / (...) um cheiro forte / de passado”) reunida aos de uma cidade difusa e fragmentária, factual ou imaginária, ainda ou futuramente presente (“A cidade era maior”).


Arrebatados, por esta mulher-cidade, pelas cidades da mulher desenhada no ritmo entrecortado do amor, quem escreve e quem lê não imitam ou tomam a forma feminina, mas – na memória do que aprendemos com Gilles Deleuze – emitem partículas que entram na zona de vizinhança de uma micro-feminidade, de maneira que possamos produzir, em nós, uma mulher molecular – procedimento não exclusivo do homem, haja vista que a própria mulher como entidade molar teria de tornar-se mulher para que o homem também se torne ou tenha a possibilidade de tornar-se: “entrei na sala / onde você trabalha / sentei / na sua mesa / vi o sol se pôr / do seu ponto / de vista”. Seja em Deleuze, seja em Corsaletti, todos os devires começam e passam pelo devir-mulher na condição de chave para os demais: “essa mulher / (...) é um / corpo / de luz / no centro / do dia”.


Tal desfazimento de contornos, a um só tempo, do substantivo “corpo” (de provisória e mutante substância) e do pronome “seu” (em prol de provisórios e mutantes nomes) inauguraria uma curiosa contradição com outra palavra preciosa no título: “Estudo”. Afinal, se estudar implica um sujeito e um objeto de conhecimento, em se tratando de poesia não podemos supor essa paralisia dicotômica, essa tomada de distância rumo a um esclarecimento. Enquanto o verbo conhecer faz-se pertinente em uma fala científica, representativa, conceitual, a conjugação de um saber dá-se na primeira pessoa do plural de uma poética, porque esta não informa a respeito de um eu ensimesmado e o representa; antes, apresenta-nos, na palavra, o perfume, a cor, a textura, a música e o gosto das coisas dentro e fora de tudo, nada. A poesia encarrega-se de nos aproximar do que supostamente está diante de nós e se nos revela dentro, comungado conosco, transfigurado. A escrita advém do sabor (do saber) dessa experiência, da língua física confundida à língua verbal, a impelir a imaginação criadora despertada pela disputa entre memória e esquecimento, no embaço de sentidos que só poderá ser chamado de “estudo” por ironia do próprio fracasso deste intento. Em Corsaletti, quanto mais se pretende desdobrar o corpo feminino, mais ele se dobra, e tal frustração é a sua maior glória.


A palavra análise, por exemplo, e que significa originalmente desligar, desmanchar, desfazer uma trama, nada tem a ver com a prática do poeta, se dela não se espera o acesso a uma unidade dividida (isto é, perdida), mas a composição de uma liga, de uma mancha e de uma indivisibilidade na qual uma trama não consistirá na soma dos fios nem na sua partição, mas, sobretudo, dos vazios não repartíveis, dos interstícios que possibilitarão mantê-la em aberto, na iminência do inextinguível: como a meninice, a província e “a dor / de ser” nos quais o coração do poeta Fabrício Corsaletti (não) cabe, porque “quer morar em todas as / casas que vê / e imagina”.

sexta-feira, 21 de novembro de 2008

CAMINHOS DE POE(A)MAR

Igor Fagundes

Não nos enganemos: escrever sobre (e sob) o escrever, cantar a força do próprio canto, tornar a poesia tema e tremor de todo um caminho – literário, para não dizer humano – só são possíveis porque, primeiro, já nos deixamos amar pelo amor, que tudo reúne e nos une à palavra, à Vida, desde sempre poética, a despeito da língua. O incomensurável amor que nos convoca à escrita, ao canto, à tremedeira, à caminhada. O caminhante amor que nos percorre como se dele fôssemos a travessia, de maneira que, abertos por ele, possamos ser amantes de seus pontos de partida e de chegada. Imediatamente amados no durante. Duradouramente amados pelo vigor do escreviver.

Ao lavrar sua ode ao verbo – como se em eco do apóstolo São João (in principium erat verbum...) – Merivaldo Pinheiro lança-nos nesta encruzilhada em que poemar e amar, antes de rimas, constituem sinônimos, ou ainda, propagadores sinfônicos um do outro. Fundadores, ao mesmo tempo que fundidos. Irmãos de um mesmo (e vário) verbo: criar. Primos de um único (e múltiplo) substantivo: o mar. Pois é no imenso oceano da Vida que deságuam e se cruzam os dois rios de Merivaldo (para não dizer, mais uma vez, rios de todos nós, navegantes e navegados), como se dessa mistura de águas doces e salgadas, com suas geografias díspares e na foz do verso congregadas, resultassem o sabor, o aroma e a textura de um livro lavado não apenas pelo par de veredas poemar-amar: os rios que se encontram nesta híbrida cartografia parauara-carioca (para não a chamar, em suma, universal) são também o Amazonas e o De Janeiro, na celebração dupla do Guajará e da Guanabara, do Ver o Peso e do Cristo Redentor, à margem dos quais a poesia tecerá seu corpo com a mesma devoção de quem tece a palafita na ribeira. A mesma percepção de quem, nas terras de asfalto, deixará entrevisto um beijo perdido nos muros das casas comuns, seus números, suas cores, suas telhas, suas formas. Tudo com uma tal devoração de Afrodite. Um tal apego de terra úmida. Um tal cio de cachorro na pedra, um tal amor – sempre ele, o amor – que nasceu para dar movimento ao pingo da chuva e estacionar no ar, por exemplo, o beija-flor. O beija-amor que é o poeta, o educador, o educamor Merivaldo, estacionado (em repouso) no máximo movimento (vôo) das palavras. E dos carros no vento. Dos dedos do sol nas sandálias das ruas.
Por isso, leitor, antes de pisar descalço o barro fértil destas folhas, primeiro lave bem os pés. Use o que usar. Esteja onde estiver. Livro maduro se pisa de pés limpos. E ouvidos atentos, como se à beira do labirinto mais íntimo houvesse, tal aqui, uma orelha a contornar os livros que se ouvem dentro de um livro, em escuta (e ausculta) de tantos silêncios. Tantos efeitos sem frases. Pois frases de efeito não amaduram uma orelha, uma leitura, um poema. Empobrecem-nos. O que os enriquece: o calar, que tem a ver com a gravidade da idade grávida de cada palavra. Sussurremos, em nós, alguma fecunda mudez e, no ouvido do poema, a quentura de nosso corpo. Também você um rio, leitor, a cruzar com os doces fluxos e fluidos de Merivaldo Pinheiro a fim de que, com ele, diga-lhe do seu amor pela vida / que é a própria palavra. E que possamos ao fim (e desde o início) tocar-nos pelo mar mediante o inesgotável sal destes versos (para não dizer oráculos): poemar de modo vário / é amar de modo pleno.

segunda-feira, 3 de novembro de 2008

DO SAGRADO AMOR (OU: DE COMO APRENDER A MORRER)

DO SAGRADO AMOR (OU DE COMO APRENDER A MORRER)

Igor Fagundes

Enquanto idealizam o poeta como aquele que melhor sabe lidar com as palavras, “a poesia em chamas” de Renato Rezende, produzida pela combustão de um sui generis Noiva, queima-nos com a sinceridade de um contrário: “a língua destrói constantemente / [a possibilidade de se dizer]” e, por estarmos “todos aqui de forma oblíqua–estilhaços”, um poeta nunca diz nem dirá por completo sua definitiva incompletude. Todavia, a pobreza, imperfeição e parcialidade da palavra conferem-lhe sua surpreendente riqueza, unidade e perfeição, restando à poesia a incapacidade de explicar a própria estranheza que impele o escritor à luta, a um só tempo, contra e a favor da linguagem. Consoante Noiva anuncia-nos, sossegaria o poeta apenas no silêncio, ou seja, desistindo de ser aquilo que ele é: alguém que não se contenta com a mudez (embora dela se sustente) e escreve, mas para se desescrever, virulentamente reescrito pelo que devém, pondo “a mão na sua caixa de marimbondos” e suportando (e não) “seu próprio zumbir” – a assombrosa “zona de cegueira, de cansaço” que constituirá, ao revés, sua verdadeira alegria por ver o invisível; por extrair força de toda fadiga e gerar presença de toda ausência (e vice-versa).

Entre a iminência de responder a perguntas como “posso ser enquanto falo?” e a eminência de exclamar o descarte de qualquer resposta (“Desista de ser: seja”), o noivado e casamento deste livro – confessional na e da dessubstancialização de um eu em prol d’eus múltiplos, de um deus uno – será (im)precisamente a interseção “entre o Renato sendo e o que o assiste enquanto: é o Amor”. Mas amar, em Rezende, é render-se: “a pessoa viva deseja. A morta ama”. Render-se, em Rezende, se arrisca a rezar: “Deus, quer se casar comigo?”. Em Rezende, rezar é o risco, numa contemporânea e urbana experiência de ascese recolocada em questão.

A partir daí, e ao longo de um diário escrito por uma “humanidade que pulsa agora”, morte se desmistifica como negatividade e ponto final da travessia para figurar como o contínuo recomeço e mistificação da caminhada humana, isto é, como o abastecimento intensivo e extensivo de uma vida que, para inscrever-se maiúscula, necessita da diuturna dissolução (santificação) do corpo, de uma minimalização egóica que, fazendo(-se) nada (“Nada é onde palavra”), “fará tudo – e qualquer coisa (pois já não é)”. Na possibilidade de ver-se sempre distinto de como outrora (se) via e imediatamente indistinto do que não havia e passa a haver e a vê-lo, num mútuo preenchimento intertemporal, interespacial e interpessoal, o poeta com o amor troca as alianças: eis o corpo a se perder para ganhar outros. A tornar a obsessão pela morte a oração de seu matrimônio. Ela, o desafio de aprender a ocupar o inesgotável espaço que se abre dentro, o desatino (ou tino?) de ser todos e ninguém, porque “o homem não nasce, passa a vida nascendo” e, porque “tem gente que demora muito a nascer”, faz-se preciso entregar-se e desprover-se do “medo de ficar louco”. Desse limite entre o êxtase e algum esvaziamento depressivo, o poeta articula seu programa ontológico na apropriação recorrente da palavra “morte” (“a questão é que nunca me sei suficientemente morto”), associada sempre à aprendizagem do amor (“Agora que morri posso simplesmente amar. / Viver ficou muito mais fácil agora. Eu deveria ter morrido antes”).

Rompido – e ainda casto – nesse orgasmo não-físico (profano e sagrado na experiência do máximo de vida, que é, por segundos, e dentro dela mesma, morrer), o “coração” do poeta erige como seu “órgão sexual” e, ajoelhado neste intervalo entre presença e ausência, pede-lhe em casamento: a Deus, infinito hiato entre um passo e outro, um instante e outro, no qual vida e morte podem se distinguir e superlativamente se misturar, em nupcial “ambigüidade” que “não se resolve nunca”: “Quanto mais santo mais no mundo?”.

Nesse paradoxo se legitimam os anti-versos de Noiva, poema performático a desempenhar o próprio aniquilamento, por vezes irônico, de si (“Então tá, não sou poeta”) e do próprio sujeito fragmentado que nele se reconhece ao simultaneamente reconhecer-se – desconhecer-se – nas pessoas que o despersonalizam, (e)levando-o ao altar de uma impessoalidade cuja experiência, nunca de evasão, é a de sair para a Vida e carregar o caos e o cosmos inteiro consigo.

domingo, 19 de outubro de 2008

CELEBRAÇÃO TELÚRICA DA VIDA

CELEBRAÇÃO TELÚRICA DA VIDA

Igor Fagundes

Em um mundo que naturalizou a invenção ocidental e antropocêntrica da subjetividade e deslocou o sentido da poiesis, originalmente vinculado à dinâmica criativa e impessoal da natureza, para o campo restrito da expressividade humana, o tocante livro de poemas A duna intacta, de Maria Dolores Wanderley, presenteia-nos com uma “telúrica” memória: antes de criador e doador de sentidos, o homem é um doado e criado pelas forças artísticas da inesgotável Terra-Mãe, da qual é feito – feito de humus – e, por isso, como ela, pode ser também gerador e transfigurador de si e das demais “coisas caladas, quietas” a cercá-lo. A arte não tem compromisso com a exteriorização de um dentro, na medida em que este, povoado por tantos foras, se nega na interface das infinitas vozes estrangeiras que o cruzam. Por nos (des)contornarmos porosos e permeáveis a esse mundo aparentemente externo é que podemos devolver, reconfigurado, o vigor dele recebido: na iminência de qualquer extravasar, já terá vazado sempre, sobre e sob nós, a realidade que “convida a ouvir raízes, / folhas, lama // - trabalho do caranguejo”.

A amorosa escritura de Maria Dolores Wanderley dá-se nessa construção dialógica e poética da vida que “pousa cores no jardim” e “dimensiona volumes, texturas”. Como outrora pulsou a Gaia ou a physis na Grécia Arcaica; a Onilé ou Ayê de Ifé, na África; como outrora Eros fez-se nome para a irmanação de todas as coisas e como rezamos, afro-descendentes, o axé que movimenta, aproxima e fertiliza os seres. À semelhança de um Alberto Caeiro que deixas as coisas serem elas mesmas para que se nos revelem sua própria poeticidade, libertas de sentidos e fundamentos que serão sempre nossos e nunca delas, Wanderley parece zelar por este intacto das dunas, de maneira que, intocáveis, permaneçam sempre virgens, isto é, à espera de olhares e dedos e pés que as fecundem, ad infinitum, como que pela vez primeira. Sem a mácula com que os homens roubam da areia o arear, da flor o florir, do mar o... Amar!

O título do livro reúne ainda duas grandes questões que levam as gentes de todas as épocas a perguntar pela gênese e horizonte de tudo o que há: a mudança e a permanência. “Duna” traz a imagem da desfiguração, do devir, do provisório e do mutante, enquanto “intacta” evoca o contraponto do repouso, da plenitude. Na concomitância de sermos outros e os mesmos; de não perdermos a sensação de continuidade sem a qual sequer poderíamos perceber que mudamos, o tempo, preenchendo os espaços da travessia, instaura-se como o grande lugar desta poética que “não tem a precisão / das horas / não segue inexorável / os ponteiros do relógio”; que “muda com as estações (...) // enquanto giramos” e que se vê “gigante pela fresta” aos “49 anos”. Mesmo quando a falar de si, a poeta pede que a natureza – com a qual comunga – fale, mas não para subordiná-la às formas humanas de vê-la e, sim, para que o poema seja visto pelas formas com que a natureza o escreve. Muito mais sincero do que se projetar e se espelhar nas “ondas ressacas maresia / barcos distantes / brisa leve leve” é permitir que estes se projetem e se reflitam no próprio corpo da autora, tornando-o terrosa obra, posto que autores de todo afeto a encorpar/incorporar palavra.

Enquanto boa parte da crítica literária requisita que os poetas cantem o presente e insuflem-se das angústias urbanas, pós-modernas, capitalistas, apocalípticas, Maria Dolores Wanderley ensaia sua plástica música celebratória, mas nem por isso abstém do contemporâneo. Na autofagia da ciência e de suas promessas de progresso, a exploração e o esgotamento da natureza pelo homem, que agora o ameaçam e o castigam, rogam que o barulho e babel das cidades envidraçadas se rendam à escuta de um silêncio no qual “múltiplas janelas se abrem”, embora, hoje, quase afônico, por tanto gritar. E porque gritamos demais e estamos roucos com a esterilidade do falatório, esta poesia reivindica o sussurro, a contenção, a serenidade, a pausa (mesmo quase livre de sinais de pontuação) e a conivência com essa tal voz sem idiomas nem som à qual o homem atual não cede ouvidos. Daí, alarma-nos tanto ter que discorrer sobre exímia poesia de “beleza e fugacidade”, como se roubássemos dela, de seu movimento, o que se nos doa intacto e assim merece ser mantido. Ferimos o calar que pode dizer tão mais nas “veredas percorridas”. E dizemos tão menos do que a alegria do corpo ao saber que, mesmo não flutuando, tem “um chão para pisar” - “agora uma folhagem, um tapete / onde brincamos de descobrir a paisagem”: “tudo é passível de brotos / basta um fio de ternura persistindo”.

SEQÜÊNCIAS DE LUZ SOBRE A PALAVRA

SEQÜÊNCIAS DE LUZ SOBRE A PALAVRA

Igor Fagundes

Aos que insistem em situar o poético como o lugar do idílico, do fora-de-órbita, da fuga a um planeta outro em que não vivemos, o novo livro de Eucanaã Ferraz, Cinemateca, adverte: “O poema ensina a estar de pé. / Fincado no chão, na rua, o verso / não voa, não paira, não levita. // Mão que escreve não sonha / (em verdade, mal pode dormir à luz / das coisas de que se ocupa).”. Inscrevendo-se de olhos bem abertos dentro dos de um leitor boquiaberto, toca nossas retinas uma poética predominantemente plástica, visual e onde até o mais etéreo recebe sua materialidade, para que, à superfície, os mistérios – à semelhança drummondiana de um claro enigma – abdiquem de toda abstração para alarmarem textura, temperatura, luz: “esvaziássemos a atmosfera, / pescando-se no ar como num tanque, / achar-se-iam milhões de seres inexplicáveis // e com eles muitas coisas se explicariam. / Quanto a mim, imagino que / talvez pudesse vê-la, a poesia, / naquele vazio, entre um verso e /// outro, naquela (nesta) rua cintilante, / silenciosa, reta que vai dar fora da folha”.

Diante de uma palavra substantiva, clara, que “ouve com os olhos” e é capaz de afirmar, sem metafísica, que “Deus é o cubo / de açúcar que se dissolve no leite”, nossas sobrancelhas se suspendem ao perceber que o poeta deglutiu bem as lições de um João Cabral, sem que isso queira significar qualquer reprodutibilidade do universo e estilo do pernambucano. As pálpebras arregalam “outro mundo, outra educação / pela pedra”, na qual o eminente aprendiz, a abrir “tudo / em grande angular”, freqüenta muitas escolas – da literatura (pintando o “guarda-chuva” de Bandeira, passeando por Weissmann com Freitas Filho, entre aquarelas de Dostoievski, Camus, Mallarmé, Herberto Helder, Eugénio de Andrade e “bibliófilos” de toda espécie) e da pintura (a escrever Matisse “com a mão, certa, obediente”, sem deixar de abrir estrofe para Mondrian, ou Breton).

O livro seria apenas e extraordinariamente esta aquarela verbal (de muito sol “azul” a avançar “pela boca”, sob um céu “branco” ou “verde-claro” entre “amarelos” e “vermelhos”) se não cantasse também o “só abrir-se / do aberto: ritmo”, cujo “movimento sem fim” conduz os quadros pintados ao cinematógrafo. Tamanho dinamismo, alimentado pela respiração entrecortada das vírgulas, se alcança, sobretudo, mediante o emprego magistral do enjambement, que funciona como espécie de hiato entre os fotogramas e, portanto, uma abertura para que os “tetos” da casa poemática se abram (fazendo-os flertar, inclusive, com a dicção da prosa), de maneira que todos os versos pareçam “mover-se sobre salto”. Há momentos em que o enjambement costura-os não somente dentro de um mesmo poema: chega a propor a continuidade (ou descontinuidade) da versura também entre um poema e outro, ou entre uma seqüência de poema e outra, razão pela qual sempre se nos adianta uma dose de não-dito no adiamento recorrente do término daquilo que se tem a dizer.

Tal costura em moto-contínuo, “distinguindo a linha, o intervalo, / o vão”, remete ao ofício criativo do montador de filmes, de quem Eucanaã Ferraz se sugere irmanado, de modo que a impecável fotografia deste cinema (roteirizado em três seqüências de luz, da mais intensa e diáfana, descendendo à melancólica e a finalizar com alguma próxima do fúnebre), manifeste peso ou leveza, frieza ou calor, mas, essencialmente, a sensação de que tudo está transitivamente vivo na página, a passear, sem sono, pela cidade, pela infância, pelo amor “caindo em admirações tamanhas / que de lá não possa sair”.

O esforço do poeta em manter, graças à arte, a vida acesa com “sucessão de estrelas / em pleno dia claro” transpira em todos nós que sabemos do trabalho de “desfotógrafo” com o qual o tempo nos mira, nos apaga e faz do esquecimento o desautor de cada uma de nossas claridades. Afinal, de cada escrito, diz a voz poética, não restará mais “que a folha livre / de depois do livro, retrato / em branco e branco”. Por isso (e para retomar os tão pertinentes títulos da obra coesa e madura de Eucanaã Ferraz), ensina-nos a estar de pé o desassombro deste “despenhadeiro prazer” de ler e escrever, no qual, dentro de uma cinemateca, o martelo (com ou sem dor) da poesia nos crava e finca no chão da (in)finita rua do mundo.

CRÍTICA ERETA PARA UMA POESIA ERETA

Crítica ereta para uma poesia ereta

Igor Fagundes

... de pau duro a vida vive dentro de mim.

Caio Meira, Entre outros.


À semelhança da Vida que, metendo-se em nós, intrometida em nosso corpo, nos convoca a um daqueles palavrões que exclamam seu impacto, contundência e fecundidade, diríamos: a poesia de Caio Meira é foda! É, literalmente, do caralho! Boa pra cacete! Como ela (e aqui emprego também o sentido, excitante, de comê-la), “escrevo essas palavras de pau duro, na esperança / de encorpá-las ou dar a elas carnadura e / alguma veia inflamada”. Devoro e fertilizo essa poesia na mesma desmedida em que me penetra, pois, em mim, sua glande nos descentra, quando se esperaria ser minha, aqui, a verve rija a engravidá-la.

Neste curto-circuito de falas (ou falos), precipita-se quem julga ser o quarto e ainda inédito poemário de Caio Meira mais um livro entre outros, apressadamente classificado sob o rótulo de literatura erótica ou pornô. Neste invulgar Entre outros, toda evocação priápica parece sublinhar uma escrita que, a todo momento, não se deixa arrefece, baixar a crista, rigorosa e vigorosa no irremediável ofício de adentrar aberturas, as mais estreitas em nós, as (quase) insondáveis, para, paradoxalmente, revirginá-las. Para além dos gêneros masculino ou feminino, o sexo é “da própria vida [que] / me mostre agora a surpresa contida na vida”. Será, ainda, de poesia com poesia, para além dos gêneros literários e onde a prosa e o verso se fundem numa “corda atada latejando / entre a noite e a manhã”. Entre a vida-poesia particular, finita, e outra, impessoal e ilimitada, a qual, na cópula, se torna a mesma – a alteridade que habita, interpela e leva nossa identidade à perda de si, na excentricidade orgasmática e trágica da “gota / que falta ao transbordamento”. No entre a vida-poesia mora, enamorada dos interstícios de uma intimidade que só se empreende na impossibilidade de estar só: realizável apenas no movimento de sua ultrapassagem.

Desde a estréia, com No oco da mão, Caio Meira parece disposto a dar certa continuidade às motivações lexicais, corporais e vitalistas de seus livros, como se a buscar sempre novas posições na cama em que, perdendo-se nas curvas da linguagem, se descobre beijado e abraçado pela carnadura do mundo. O poeta renuncia ao lirismo entendido como “extravasamento” de uma subjetividade ensimesmada para tornar-se e torná-la um lócus de núpcias entre os macro e microcorpos que se cruzam na cidade permeável da derme. Apalpando-se com poros e orifícios, a moldura em que consiste a idéia de sujeito se autonega e, no extrapolar desse quadro onde outrora supomos haver contornos, o verbo poético livra-se da mera masturbação estética para dar voz a diversos pares que nele se profanem ímpares. Se alguma “punheta” há em exercício, diz respeito somente à de uma inominável e gigante vida que nos toca e adensa, como se dela fôssemos o falo, de modo que não balancemos, frígidos, entre suas pernas e possamos, enfim, expelir a beleza que irá restituí-la. A líquida delicadeza do que, a princípio, se derramaria brutal se, no lugar de gratuitos, não fossem preciosos todos os “paus duros” e “bocetas” – de Pandora, de Eva e de quem quer que seja – em Caio Meira.

Esta, a imanência meditativa com a qual o discurso se ergue: manifestar mundo na latência do gozo, cuja iminência se ergue tanto a partir de uma força de dentro quanto de um fora que a força a concretizar-se, pois tudo o que a fluidez interna pretende, em seu vazar, é declarar-se definitivamente fluida e não-interior. Alheia à qualquer dicotomia entre dentro e fora, a corporeidade desta poética infla sua fenomenologia da ereção (título da segunda série de poemas do livro) à condição de lugar ontológico no qual homem e entorno se incluem de maneira irrestrita, estendendo-se a mim – a quem? – “irremediavelmente dissolvido, envolto em apêndices, bocas, línguas que me trilham”, “a agarrar o destino / pela garganta, com todas / aquelas desmedidas que dormiam entre / os influxos nervosos”. Eu – poderei dizer, ainda, eu? – a “ir além de minha / própria tragédia, para que minha música / vá além da música”.

Na assunção do extraordinário no ordinário, do sutil no supostamente grotesco, a obra de Caio Meira prescinde da virtuose das imagens, do malabarismo fônico, da fuga inócua à fantasia ou do apelo ao diáfano para conceber poesia. Contaminar seus versos com “barba por fazer”, “velhos gordos”, “sanduíches gelados”, “lanterna”, “tesoura”, “cartões de crédito”, “tatuagem na virilha”, “piercing”, “toneladas de metal, plástico e parafusos” nada tem de reprodução do senso-comum. Em Entre outros, punge a questão de que “a vida deve, afinal, defender a vida” e cabe à poesia “ir atrás dela, desentocá-la de seus refúgios”, “palmilhar os caminhos que desconheço, espreitando todo deslocamento / súbito”. Se, em dado momento, um verso nos diz que “tudo o que temos cabe numa caixa de sapatos”, o imperativo poético é “despertar / a parte invisível de tudo”, encontrar infinitas caixas dentro desta em que cabemos e não cabemos, para que, com “todas as dores de quem está reaprendendo / a caminhar”, a vida-poesia se adense no ímpeto de uma hora “cavernosa injetada de sangue”: “a vida é dura fora de mim, / a vida é doce dentro de mim, a vida dentro / e fora de mim, no meio do caminho da minha / vida, de pau duro a vida vive dentro de mim”.

ALÉM DA MORTE

ALÉM DA MORTE
Domínio técnico e ímpeto criativo marcam a poética de Ivan Junqueira, em O outro lado

Igor Fagundes

Em O outro lado, décimo primeiro livro de poemas de Ivan Junqueira, o poeta cumpre com o ofício dos grandes artistas: dar continuidade a uma premente questão que atravessa toda uma obra para, dando-lhe os contornos, violar suas molduras. A palavra de Junqueira é esta na qual se imprime a predestinação de quem escreve, em vida, a morte; ou antes, de quem é escrito por ela, tornando-se (como se tornou) imortal.

A própria voz lírica confessa: "O que escrevi foi sempre o mesmo/ poema, e os mesmos são os dedos/ que nele enrolam o novelo/ dos muitos eus em destempero". Porém, ao contrário do que se supõe, não é de Junqueira a inquietante atenção ao mistério da mortalidade. Assumi-la presente em todos é constatá-la pertencente a ninguém: nós quem pertencemos a ela e, por isso, permeia, insolúvel, cada povo e era. Porque os poemas de O outro lado são "a súmula e o sal talvez estritos/ do que somos, tu ou eu, desde o momento/ em que um clarão se fez", sobressalta-nos, no "fundo ambíguo de um espelho", "a sóbria embriaguez de um terceiro" rosto, ou nem-rosto, lançado entre nós e os muitos ivans; entre a luz e a escuridão, o som e o silêncio, Eros e Thanatos, a "alma e os ossos/ do que jaz debaixo e paira acima". Perguntar pela morte é atravessar-nos pelo ardor do sagrado, por um élan desconhecido que, em nossos interstícios, inventa sempre um "outro lado" dentro (e para além) do "mesmo": "compreendi que esse processo/ de sermos outros (e até/ termos em nós outro sexo)/ nada em si tinha de inédito:/ já se lia no evangelho/ de um deus ambíguo e pretérito". E se lia, enfim, em começo, antes de Cristo, entre os gregos que comparecem na (falta de) margem de todo pensar: "a mão que escreve é aquela/ que ergueu um brinde aos féretros/ de uma insepulta Grécia".

Na procura pelo fundamento das coisas, muitos os nomes propagados ao longo da história, na afirmação de uma força inaugural que, tendo a morte como ponto de chegada e partida, animaria a vida em seu durante: do ser em Parmênides ao logos de Heráclito; da idéia de Platão à potência-e-ato de Aristóteles; do Deus cristão ao sujeito moderno - de muitas formas, tudo isso entra, na anamnese poética de Ivan Junqueira, em ebulição, até precipitar, de novo, naquele "rio/ de cujas águas alígeras/ ninguém sai igual a si/ ou àquilo que está vindo/ a ser, mas não é ainda".

Uma vez que "tudo se move" e "esta é a sina/ de todos, este o castigo/ que nos coube, como a Sísifo:/ a de sermos o princípio e o fim, na mesma medida", o homem se pergunta (mediante a arte, a filosofia, a ciência, a religião) sobre o que há de sobreviver sempre ao fluxo de todas essas mudanças: "... as pedras/ me ensinaram que o critério/ do que em tudo permanece/ nunca está nelas, inertes,/ mas nas águas que se mexem/ com vário e distinto aspecto,/ de modo que não repetem/ o que antes foi (e era breve)".

Outrossim, na Metafísica de Aristóteles, flagramos que tanto a poesia quanto a filosofia nascem do espanto, da admiração e, talvez por esse motivo, nos soe tão grega quanto contemporânea a epígrafe de Pessoa na abertura do livro de Junqueira ("Há um poeta em mim que Deus me disse..."), ressoada no primeiro poema da coletânea: "Eu sou apenas um poeta/ a quem Deus deu voz e verso". Reverberando, ali, algo de um vate, de um rapsodo abduzido pelo divino, o poeta, irrequieto, chega mesmo a pôr em dúvida a própria figura - entificada - de um deus "déspota, deposto", no magnífico poema que dá título à sua trama elegíaca: "Diz-me: o que haverá do outro lado?/ A eternidade? Deus? O Hades? Uma luz cega e intolerável? A salvação? Ou não há nada?".

Elogio à vida

Diante de um "céu ao reverso, torto", a poesia filosófica de Ivan Junqueira parece triunfar num pessimismo que também se questiona sobre a fertilidade do "pensamento erradio/ daquela vã filosofia/ que se move em nós, escondida,/ e faz da existência esse enigma/ que é não termos princípio ou fim/ e até mesmo nenhum sentido": "pergunto-me afinal se valeu a pena/ a aposta que fiz no infinito e na beleza,/ em Deus e na eternidade, na poesia/ que me abandona agora à própria sorte/ na extrema fronteira entre a vida e a morte". E é de seu vozerio, "já de morte ferido", que obtemos a resposta de que a arte "não cobiça/ ser laureada ou aplaudida/ por sua exímia alquimia,/ mas tão-só fruir de si/ o prazer de estar viva". Na elegia de Junqueira, um oblíquo elogio à vida sobressai, pois ela é o que, fugindo, incessantemente o persegue nos labirintos da memória que tudo salva e presentifica, na concomitante reversibilidade das forças antagônicas da realidade ("nossa vida, sempre diante/ da morte"; "Não vês que, morto, estou vivendo?").

Preciosamente vago e recorrente no poema "São duas ou três coisas", o pronome pessoal "ela" pode, então, remeter, entre outras interpretações, tanto à morte quanto à vida ("Sei que ela vive no halo de uma vela/ e queima, sem consolo, em minha cela"), pois ambas, em dúplice unidade, se fundem igneamente, consoante escreve "Indagações": "não há vida nem morte, mas apenas/ o sonho de alguém que, numa viagem,/ julgou estar em busca do eterno,/ sem saber que o que nos cabe/ (e o que somos, tão fugazes)/ é, se tanto, uma escassa chama que arde/ e se apaga ao fim da tarde".

Evidência da paradoxal possibilidade de perpetuação do fugaz na experiência vibrante do agora são as muitas passagens que creditam à potência mnemônica o fulgor da criação ante o esquecimento ("Ó rios de minha vida: os que cruzei sem ter visto/ e os que fluem, com mais tinta,/ no pélago das retinas/ de quem agora os recria!"), a possibilidade do sonho que anula distâncias e perdas (conforme o magnífico Não vês, meu pai?) e a imortalidade do ser na impressão, para a posteridade, de uma arte impregnada de personas e narrativas que, também eternas, desfazem, vez por todas, a dicotomia entre ficção e real, mito e verdade: "Hermes", "Apolo", "Lenora", "Píndaro", "Ulisses", "Penélope", "Calipso", "Ogígia", "Odisseu", "Plotino", "Agostinho", "Plínio", "Horácio", "Ovídio", "Virgílio", "Fausto", "Dante", "Cervante", "Dom Quixote", "Baudelaire", "T. S. Eliot" e muitos outros bens poéticos inserem-se no "testamento" do poeta como (co)memoração do "testemunho/ do sangue que (...) se vai embora".

Decerto que as três musas do monte Hélicon consagram a pena de Junqueira: Melete doa-lhe o rigor na variabilidade métrica e fônica; Mnme, o vigor da improvisação imaginal; e Aoide, o canto resultante da mistura entre o domínio técnico e o ímpeto criativo. Nem tudo em Ivan Junqueira "vai, enfim, se despedindo". Enquanto vivo, a potência musal não o abandona no "áspero exercício/ da língua, do ritmo, da rima,/ de tudo a que não renunciam/ a fúria e o som da poesia".

A SAGRAÇÃO DO CAOS

A SAGRAÇÃO DO CAOS

Igor Fagundes

No oracular A infância do centauro, poemário do alagoano-baiano José Inácio Vieira de Melo, um certo Delfos nascido em Olho d'água do Pai Mané adivinha-me no único verso de Quarto da bagunça: "Eu não sei nem por onde começar". Porque todo começo (cosmo) parte sempre de uma "bagunça" (caos) e a ela retorna na intermitência poética da vida, não-saber é o próprio iniciar caótico do verbo que não sabe "ser quase" e jamais se sacia, jamais nos sacia, sedentos incuráveis que somos. Não obstante, as algaravias deste livro-quarto-das-balbúrdias consistem, ao revés, no "registro da fala do silêncio" e levam-me, desde já, ao fracasso de dizê-lo e "dizê-las por inteiro". Afinal, ninguém consegue falar ou escrever sobre o silêncio, uma vez que só é possível falar ou escrever violando-o. Por isso não se sabe nunca, em poesia, "por onde começar": começa-se. E recomeça-se a cada vez, sem chance alguma de chegança. O ansiado "onde" é justamente este "não sei" a partir do qual emerge e imerge todo - poético - saber; todo sabor que intenta saturar-se de palavras quando "um silêncio de lá, de longe - das plagas interiores" as "abrasa" e "as queima antes de serem".

À semelhança de um "escarlate" que viaja "por todo o Cosmo em busca de uma resposta" e transita "em todas as partes que estão além das partes todas", adentro este quarto da bagunça "como quem entra num bar" e "sai bêbado caindo pela falta de chão". Confessar que "em minha mão pulsa o nó do espanto" é reconhecer, na desordem, o que nela se verte em seu próprio elogio: os minuciosos "segredos da poeira" a "andar para cima e para baixo"; o desejo de "beijar minha sombra", de assumir "todas as formas" para "amanhã ser informe" e especular que "somente os olhos dizem/ o que as palavras sonham" no instante em que o poeta, o leitor, um poeta-leitor se reconhece (ou se desconhece) perdido entre papéis misturados, canetas sem tinta, bilhetes rasgados, gavetas e armários abertos, vestes sem cabides, sapatos sem cadarços, cigarros sem cinzeiros, janelas emperradas, chaves sem baús, cofres violados e outros órfãos de senhas. Vem "do caos primordial" a poesia e, em Vieira de Melo, tal mitofania se faz tema ao percorrer "as searas da escuridão" e ver "o mundo pelos olhos da esfinge". Não lhe cabe decifrar - arrumar o "quarto" - e, sim, perpetuar-se "enigma", "um lugar/ onde os nossos mistérios possam descansar". Onde possamos transgredir o que outrora afirmamos, já que nem os olhos são capazes de dizer o sonhado pelos nomes. Silenciosas, as retinas talvez só gritem o que nelas se impronuncia: nunca acham o que procuram e o que nos procura se diz tão-somente em oráculo sob vendas: "Eu só acredito nas coisas que não vejo".

Esta, a crença da flecha erguida pelo centauro: ver o invisível, tanger o intangível, na certeza de que o azul do céu se tinge do fato de que ele não é céu nem azul; de que, indiscernível das patas, jamais segue longe, acima, mas como o imanente incolor que doa todas as possibilidades de cor e as converge na aquarela alquímica da vida: "vento, fogo, terra e água/ tudo uma coisa só". Com um quê de Empédocles e outro de Moisés, a página de José Inácio Vieira de Melo prossegue qual um Mar Vermelho em pleno Egeu, e por onde também deságuam os rios áridos ou a seca lacrimosa de um nordestino - humano - sertão.

A infância do centauro não se anuncia na condição de etapa existencial ora ultrapassada. Na medida em que não cessamos de aprender a falar, a pensar, a descobrir, amanhecemos, a cada amanhã, infantes na "sagração dos mitos". Bíblicos ou pré-socráticos em Vieira de Melo, ou nem isso, para além disso, pós-melos, posto que "não medem o tempo" e se apossam, como "herança" e "testamento", do "buraco, o vazio" exímio no "meio do caminho" de nosso presente. E é buscando, de dentro desse abismo, aquilo que será, paradoxalmente, sua ponte, que os desígnios de um Delfos Vieira de Melo fazem-nos sentir tamanha saudade dos lugares em que nunca (mas sempre) estivemos.

quarta-feira, 27 de agosto de 2008

COLAPSO EM PAPEL CANSON

COLAPSO EM PAPEL CANSON

Igor Fagundes

eu te peço silêncio e ainda gritas. te criei sem molduras evitei esta jaula e agora te zangas. perdão por ter-te dado tanta liberdade. por não ter ousado sufocar-te algum dia atrás do vidro. prender-te na parede qual relógio sem pilhas ponteiros preso em qualquer prego. pronto. agora é pausa. te meço em meu silêncio e tu te irritas.

por isso te encolho (me encolho) enrolo tua pele-tela canson como se tu ou nós dois um pergaminho. escondo-te me escondo eu quero preciso esconder-me do dia em que te quis todo falta de bordas lápis de cera em tom suave quase giz em minha lousa. desespero de esquecer já é lembrar e me lembro da noite em que me quis artista de tua minha história.

te lembras? na iminência de nasceres eu ali fundindo-me em água saindo de um banho saía apenas com um terço de mim. o restante ido pelo ralo. calado o chuveiro depois a vez da toalha a me cercar a me roubar o pouco ainda do que eu era. rasguei-a rasguei o espelho para não me perder.

tu na espreita embaçado com frio cedi meu roupão à tua nudez. vinhas santo. em algum momento daquela alcova de azulejos no vapor da água quente circundante não sabíamos mais o quê ou quem se desenhava o quê ou quem crescia nu. e nós vestidos. meu roupão em teu corpo. teu corpo: meu roupão. ao desenhar-te teu desenho me abraçava qual toalha. vem. enxuga-me mas não me roubes eu te pedia e sonhei.

em ti inscritas cores mas tudo vinha em som e saturado de sentido ou sem sentido qual trama textual de mil e sete metáforas. o poema mais lúgubre no centro de teu sexo. tocata em fuga nos teus olhos. corpo em marcha estático rumando ao nada. não conheço a palavra-síntese de todas que frente ao meu asco-alegria me pediam silêncio e eu gritava. ironia? mas agora me zango. porque não me quis em molduras não te prendi em nenhuma e tu me enjaulavas. quanto mais libertos nós mais extensas as tocatas novas marchas velhas fugas nossos sexos sem centro tudo lúgubre e textual em meus olhos com mil nadas rumo ao estático da síntese.

vês que as palavras se embaralham? permutam o jogo sem vitória? ainda queres brincar de vida? então te estendo oferto o vidro o prego as cercas de madeira. uma parede. serás-seremos relógio. te dou um tempo. dá-me algum também para acostumar a ver-te como o ralo a água do chuveiro a toalha o espelho rasgado as mãos nervosas sobre a pia. esse rastro de azulejos e vapor traduzido em pastel no papel canson. mas antes pausa. rabisca-me. apaga-te. começa-me de novo.

quinta-feira, 14 de agosto de 2008

ALÉM DO ALTO

ALÉM DO ALTO

Igor Fagundes


Mamãe dava adeus e me custava acreditar que era verdade. Está dormindo, pensei. Dorme e sonha. Sonha comigo. Depois volta! Eu tentava prever dentro de mim, ouvindo uma reza de desejos e promessas a afagar-me sem dizer qualquer palavra. Ânsia de ver meu sorriso refletido na ponte de seus olhos (Por que não os abre logo? Acorda, anda, vamos, mamãe!). Desespero de ouvir mais uma vez, como se a primeira fosse – e não a última –, o timbre rouco da voz agora muda. Desvelar vôos e pousos, reencontrar-nos, eu e papai, com o azul imerso em cada pálpebra. No azul emerso longe, em algum rosto de céu que trouxesse a dorminhoca por momentos, sem lembrar aquele cinza a trovejar, que nós temíamos.

Pedi a papai que interrompesse o choro: ele nunca chorava, nunca chorou e o gesto fazia-me crer no que nenhum dos dois queria. Mas eu magro, magrinho e baixinho, baixinho e franzino, franzino e moleque, apenas o filho. Normal não me atender! Continuou. Onde mamãe para dar jeito no rebelde? Arrume-se! Ordenou-me em sussurro. Sua mãe precisa ir e nós vamos levá-la, avisou. Para onde? Perguntei. Ninguém sabia.

Cristo na cruz por todos os lados. Buquês de flores por cima dos túmulos. Um pássaro riscava o terreno. E o silêncio. Um risco à frente: o cemitério – será que voltamos? A família em marcha (será que volta?), uma pipa no céu (parece que dança!). O caixão descendo e a pipa distraída, o caixão descendo e a pipa mais acima, o caixão descendo e a pipa lá no alto, ele descendo e a pipa além do alto, meus olhos oscilando entre as imagens, tudo em sincronia, o mesmo evento. Hesitei: as mãos de quem guia a pipa rumo às nuvens? Cristo em cruz por todos os lados. Buquês de flores por cima dos túmulos. As nuvens lembrando buquês. A linha da pipa nas mãos de quem?

Em mãos de quem se, de repente, a pipa punha-se a pender do céu! Tentei correr para buscá-la, papai prendia-me em braços nada firmes e eu, liberto, então corri e corria correndo pois... Se for mamãe? Se for mamãe a vir do alto, enquanto o corpo já abaixo de nós todos!? Talvez precisem exumá-lo. Talvez mamãe desperta do tal sono e agora presa, aflita, a pipa me avisava, me chamando, me acenando e eu corria. Vai que tomba sobre o chão, se machuca nesse asfalto e o adeus se realiza? Ninguém me alcança! era a frase que eu lançava contra o vento, no mesmo ímpeto dos pés quase com asas. Olha o carro! Olha o carro! Alguém gritava e eu ouvia apenas meu apelo, a pipa próxima do chão, mamãe bem próxima do fim e eu querendo, querendo encontrar algum começo, a histeria das buzinas me oprimindo, um brado de gentes me tomando, meu círculo embaçado, o vidro pelos ares, partido, partindo-me, parti. E vi mamãe enroscada em mim qual rabiola.

sábado, 26 de julho de 2008

X MOTIVOS PARA SE TER UM BLOG

X MOTIVOS PARA SE TER UM BLOG

Igor Fagundes

Sujeito inviável: aberto aos desentendimentos
como um rosto.

Manoel de Barros

A coisa começa a clarear, não por acaso, na sala de espera de um consultório. Of-tal-mo-ló-gi-co. Completamente nítida, apenas a pobreza lexical que ora me assalta as córneas e a página, certas de que empregar a palavra coisa, logo assim, de cara, na ponta de uma prosa, só pode ser mesmo coisa (opa!) de um velho astigmata. Desde criança, tento me livrar das nebulosas. Seja com a ajuda de óculos, lentes de contato, rígidas, gelatinosas, anti-reflexos; seja com as microscópicas leituras do mundo refratado em livros, que não me proporcionaram nada além do que o agravamento da deficiência. Na falta de maior precisão (e dinheiro para a cirurgia corretiva), não enxergo outro termo que me pareça mais exato para definir tal embaço com que todo começo vem à tona. Claro está que, saindo da obscuridade, toda idéia não passa disto: de uma coisa, vaga e absorta (e peço desculpas pela redundância com que ambos os adjetivos contaminam o corpo insubstancial desse polêmico substantivo).
Não é por padecer, ademais, e também, míope nesta terra, que não posso minimamente vislumbrar que reside aí, na insuficiente acuidade ótica de todos nós, a origem de toda a minha difusão. Afinal, a tal idéia que começa a clarear (ou que começam a clarear para mim, deficiente – cármico – que sou) consiste na decisão de abrir um blog, espécie de diário supostamente apto a compensar minha quase cegueira e no qual a voz, convertida em letra, me concederá o alívio de revelar o astigmatismo, a miopia e a hipermetropia dos seres humanos deslumbrados com a cristalina certeza do que pensam ver, fora ou dentro de si.
Um blog para quê? Para falar sem ser ouvido? Para que o leiam sem enxergá-lo e enxergar as coisas (!) que, na escrita, (não) se mostram? Para que o enxerguem sem lê-lo, sem escrevê-lo nas retinas, sem inscrevê-lo no breu íntimo em que cada um (não) se reconhece? Para deixar mais escondido o que se desencobre? Para desencobrir-me, desencobri-lo, cobrindo-me, cobrindo-o com vendas? Para vendar os que... vêem? Vêem?! Para, enfim, fazer com que todos desistam de mim (ou de si), de ler-me (ou de lerem-se) e interrompam, surdamente, suas visitas ao antro de narciso, divã recíproco, jogo de cabra-cega onde não há vencedores nem materiais recompensas; quando ninguém tem tempo, neste mundo de objetivos e objetivas, para a perda do foco e para a luta contra os limites de uma visão anestesiada que, tida como soberba, se/nos trai, se/nos fatiga diante dos pixels da tela e, (in?)voluntariamente, desiste de continuar a leitura.
Se, para escrever em um blog, é necessário retirar os óculos para ver mais, lê-lo obriga-nos à humildade de descobrir, na verborragia alheia, um pouco do que os globos oculares, sobretudo os tidos como sãos, silenciam. Este, o desafio: fazer com que uma palavra valha por mil imagens, ou mil e uma, para lembrar a Sherazade das mil e uma noites e as mil e duas que os insones da internet perdem, absorvidos pela sinestesia dos micros.

Coço-me a nuca e... pronto! Posso ter perdido mil e três leitores depois de uma palavra sinestesia proferida em hora errada. Rebusquei? Nada sei de público-alvo, nem sei se há público (ou se tudo é privado, privada, descarga, lixo...) nas muitas vozes que me habitam. Miro somente: as palavras. Talvez as acerte em cheio ou eu, cheio de desacertos, chute (ora) bolas para todos os lados, acreditando que existam traves e redes fora da grama. Ufa! Possível que um futebolzinho jogado no meio de tanto eruditismo (que é a erudição tornada patologia) alivie alguma aparência pedante e achem-me, por Zeus, menos antipático. Falo sério: não que chame burro ou inculto o internauta que me perscruta (essa palavra também me incomoda, por demais polida), mas o fato é que ela, a sinestesia, se dá com tamanha força nos hipertextos da informática, que o ato de torná-la uma palavra a enfraquece com uma newtoniana força de atrito, a dissipar, desta tração, mil e quatro internautas, educados a comparecer espectadores e ouvintes (quando muito), em vez de propriamente leitores. Em se tratando de sinestesia, mil imagens valem por uma palavra. Ingenuidade pensar que seduzo alguém com termo tão corriqueiro, a rigor, nos manuais de teoria da literatura, quando aquele que me averigua está com mil e cinco janelas abertas no windows, entre msns, orkuts, photoshops, downloads e outros vícios que, em inglês, parecem ainda mais sinestésicos.
Não disse, mas se dá em português, na flor do lácio, a tempestade de sensações que começa a tomar-me os dicionários mentais na sala de espera do consultório. Of-tal-mo-ló-gi-co. Sou um defensor da língua e, diante de revelação nada neoliberal e sugestiva de certa sisudez reacionária, fogem desta página mil e seis indivíduos, acidentalmente aqui hospedados e que, no fetiche de se elegerem cults, se declaram fãs do PSTU e da Gramática Descritiva (embora a maioria sequer saiba da existência de uma gramática, quanto mais de uma gramática não normativa). Não podendo me normatizar, digo aos descritivos que a exceção é a regra e, nesta blogagem (homófona im-perfeita de bobagem), não haverá nenhum internetês a descrever-me e quaisquer outras abreviaturas resultantes da velocidade com o que o planeta precisa escrevinhar para, em seu time is money, perder definitivamente todas as referências e parâmetros e desconfiômetros, acelerando o apocalipse anunciado para daqui a muito menos do que mil e sete noites. Pessimista, eu, jamais, porque se o fosse, não fundaria esta morada de Sherazade pós-moderna, sabendo que morreríamos todos e que, enquanto vivos, nenhum de nós adentraria um recinto onde mesmo meu astigmatismo míooe raramente transita, salvo nos casos em que posta novas inutilidades disfarçadas de rito para deus nenhum. Condescendentes, na verdade, os olhos, porque, tirando os óculos, apalpam a obscuridade que, em cada um dos seres nela abismados, acelerará a dinâmica – empoladamente sinestésica – do temido fim que poderá ser, ao revés, um início.

E ainda lá (ou aqui) no início, me (des)encontro, a esperar – pela milésima oitava manhã – a consulta médica que, finalmente, não começa. E, não começando, não passo a limpo a idéia de estar em casa a clarear de vez o ímpeto de sujar a vista com estes rascunhos. Tento esquecer que preciso da escrita, mas olho o relógio. Tento me distrair com algumas revistas, mas me lembro de que não me havia esquecido: da escrita que sobressai dos ponteiros enrolados no pulso e da magazine que nada me informa a não ser da gravidez de uma atriz recém-casada com um recém-contundido jogador de futebol. Ah, o futebol! Sempre a socorrer-me quando o discurso se dissemina em distúrbio. Admiro-me quando consigo fingir que admiro uma partida só para me sentir igual a todos os outros. Preciso esquecer que sou esquisito e diferente. Preciso esquecer que preciso esquecer-me da escrita. Do blog. Esquisitamente semelhante aos demais mortais desejos de imortalidade virtual. Se ainda houvesse uma televisão nesta sufocante sala de espera do consultório of-tal-mo-ló-gi-co (talvez procure um pneumologista, estou com dificuldades de respirar enquanto releio o que escrevo), buscaria alguma canal em que estivesse passando a milésima nona reprise da final da copa de 1950, ano em que, provavelmente, estava a despedir-me de minha última encarnação. Preciso esquecer. Não me lembre disso, de que preciso esquecer e esquecer e esquecer não só da ausência de televisão, do futebol, da reprise e da reencarnação que (não) me fazem parar de enxergar o blog que se agiganta como se, sob as pálpebras, tivesse meu rosto duas lupas, no lugar dos olhos. Obrigo-me a esquecer-me do reprimido desejo de enxergar ao longo da vida que, agora saciado, oprimo, e refuto, em insultos forjados no incesto de roer as unhas.

Há uma biscoiteira na mesinha de canto da recepção. Certamente, nela agonizam aqueles biscoitos sem sal com prazo de validade vencido, moles, molengas, e que não se deveriam oferecer, em hipótese alguma, a pacientes que, débeis da vista, possuem o paladar aguçado, a fim de aferir nos alimentos o sal que lhes é escasso no interior das lágrimas órfãs de - decentes -retinas. Deixe-me examiná-los: it’s a cream-cracker! Fumante há mil e dez anos, papai conseguiu, no duelo contra o vício, substituir o cigarro por doses diárias de cream-cracker com queijo de minas. Antes, durante, depois das refeições e, óbvio, na hora de dormir. Enfio todos estes biscoitos na boca como quem quer fumar e não pode, como quem quer fumar e não gosta do fumo, como quem quer gostar de fumar e não consegue, como quem consegue, naquele momento, imaginar-se um fumante sem maços, refém de cream-crackers que me fazem – não me fazem – esquecer a fumaça do blog na qual irremediavelmente me vicio.

Viciado na esfumaçada luz a que chamo idéia a clarear na sala de espera de um consultório of-tal-mo-ló-gi-co, balanço pernas, coço os braços e o companheiro da poltrona à esquerda pede-me que pare com os tremeliques, uma vez que lhe causam taquicardia e, sem fraquejar, ofereço-lhe - sim! - um delicioso - não! - cream-cracker para acalmá-lo. “É tiro e queda. Só não tem queijo de minas”. Ele volta a ler a notícia da grávida atriz blá-blá-blá-blá e, da poltrona à direita, uma senhora dispara: “Hein?”. Não lhe dirigi o verbo. Devo estar pensando alto, pensei. Ou falando sozinho. Impossível: o blog acompanha-me e, entre nós, um pensamento sussurra, inquietante, intransigente. “Cale-se!”, ordeno a mim e a ele, como se nos obedecêssemos. Estou enxergando! Não era esse o meu objetivo no consultório of-etc-e-tal: enxergar? O blog surge-me nítido, decisivo. Lá dentro, a doutora ficará feliz. Ou não: perderá um paciente, há mil e nove manhãs sem paciência de esperar consultas sem televisão, sem futebol e sem queijo de minas dentro de um cream-cracker vencido e a vencer a invisibilidade de um cigarro que nunca fumei. Sem problemas: depois enviarei um e-mail à senhora Scarlet, especialista em lentes de contato, divulgando o endereço do meu diário virtual, na esperança de que ela, quem sabe, escreva um comentário gentil no fim de um post. No rodapé de meus textos, permaneceremos juntos.
Não é assim? Inventamos o bendito blog, fazemos uma mala direta para os amigos, familiares, vizinhos, namorados, namoradas, ex-namoradas, ex-amigos, ex-familiares (sim, e está na moda e também em alta é discutir com o ex de si mesmo), colegas etéreos do Orkut, espectros (sub)humanos do MSN, a fim de mostrarmos nosso dom, nossa volúpia lingüística e a espetacularização do eu que todos praticam e poucos assumem. No mais das vezes, meia dúzia dos mais íntimos visitam-nos, deixam um recadinho simpático no pé da prosa para que nos sintamos queridos (ou para que se sintam queridos diante de nosso agradecimento) e adeus. Nunca mais. Os anônimos curiosos? Comparecem? Estes não têm estação de desembarque. Existem até o momento em que passam por nós, no exato agora em que matam sua curiosidade e partem a outras plataformas que, desconhecidas, alimentarão interesses provisoriamente novos ou duradouramente fugazes.

Peço à recepcionista um pedaço de papel. “Este lenço para os olhos, qualquer coisa onde eu possa escrever e pôr em prática a idéia que começa a clarear!”. Ela (não) responde: “O senhor já pingou o colírio?”. E recomendo-lhe um otorrino. “O-tor-ri-no-la-rin-go-lo-gis-ta. A senhora só sabe pingar essas gotinhas nos olhos da gente, para dilatar as pupilas enquanto a senhora Scarlet não nos chama! Não há gotinhas para os ouvidos? Um lenço, por favor! Prometo dedicar ao consultório o primeiro post. E citar-la-ei. Será bom em termos de marketing e, de repente, vocês consigam juntar dinheiro para comprar um pacote de cream-creaker dentro do prazo de validade ou instalem uma TV com canal a cabo e paper view, de modo que um um futebolzinho amenize minha intolerância. Mas ofereçam queijo de minas como recheio e assim não precisarão colar na parede adesisvos de é proibido fumar, que só aumentam a ânsia de quem tem o vício. Não, não sou viciado. Mas hoje me sinto fumante. E me respeite”.

Entre míopes, astigmatas e hipermetropes, os pacientes voltam-se todos para mim. Desta vez, sou eu que lhes pareço claro. O centro de suas objetivas. Nunca tão nítido me vi. Ouvem-me. Menos a atendente-pingadora de colírios dilatadores, a quem peço que repita o nome do médico especialista recomendado. “Memorize”. E ela se atrapalha, confunde otorrino com ornitorrinco, sequer chega pronunciar o segundo capítulo da palavra, laringologista, e faz-me, com ardiloso carinho, orientá-la a procurar uma fono. “Fonoaudióloga. É um nome mais fácil. Anote!”. Venço o duelo. Ou não. Afinal, não consigo escrever nestes lenços. A caneta falha. A inspiração expira. E descubro que minha criatividade está completamente condicionada pelo teclado, mouse e Microsoft Word. Desde que adquiri o micro, uso caneta esferográfica para rápidos traçados, estudando formas de fazer assinaturas mais ilegíveis, lépidas e menos custosas para os dedos. “O cream-cracker acabou. Tem mais?”.

Feliz, finalmente, diante das teclas através das quais a idéia começa a clarear fora – e, estranhamente, ainda dentro – da sala de espera do consultório of-tal-mo-ló-gi-co. O alívio só não é maior porque, enquanto digito, tento segurar o velho - e põe velho nisso - cream-cracker com a boca, de modo a impedir que algum farelo desça aos vãos do teclado. Engasgo: algum farelo desceu aos meus vãos. Falha no mastigar. Pelo menos, aqui, em casa, tem queijo. Derrete na boca. Tem de Minas, prato, provolone. Queijo fungado. Quando tasquei um beijo na testa de doutora Scarlet, em retribuição à clareza sentida em minhas córneas e em meus cristalinos, ela passou os dedos por sua asséptica cútis como se a varrer algum integrante do Reino Fungi a passeio por meus lábios na hora justa do gesto mais afetuoso. Azar o dela. Nem todo fungo é do mal.

Alguém corte a fitinha na entrada da casa! Declaro inaugurado o blog, ainda que a certidão de nascimento já venha acompanhada com a de óbito. Tentaremos sobreviver. Todos. Não garantimos. Do contrário, não nos culpemos. O apocalipse, conforme anunciei, vai chegar. Em mil e tralalá noites.

Se, ao leitor, ao ledor ou seja lá o que for, tudo soar enfadonho, nada mais fácil que ir, com o mouse, ao canto superior da tela, à direita, e clicar no conhecidíssimo “x” que nos infla com o poder de fecharmos as janelas que não apontam para paisagem alguma. Graças a Zeus há os que preferem pastagens. E, contando com estes, espero marcar um x, um x, um x no seu coração. É o estribilho de uma música da Xuxa, não? Por isso, lidar com a letra x não tem nada de novo e difícil em nossas vidas. A exemplo da rainha dos baixinhos, o x acompanha-nos desde sempre. Recordo-me, inclusive, de quando deixei de ser criança para transformar-me em menino. Papai revelou-me aos quatro anos: “Você não fará mais pipi. Garotos fazem xixi. E, quando ficam crescidos, mijam. Sozinhos no banheiro. Ou no meio da rua. Coisa de macho”. E eu pensava, na pista da Xuxa, ser coisa de mulherzinha a mania de x. Pior que era: com papai fui aprendendo a falar xereca, xoxota, xana, xibiu, essas palavras feias para lugares gostosos que farão meu blog aparecer no google quando algum sexomaníaco digitá-las em procura. O x também guarda essa aura do grotesco. Xuxa que o diga, sobretudo ao lado de praga, dengue e outras apologias a doenças em seu xou. Difícil de se livrar da praga da Xuxa. Ainda não nos livramos. Doença mesmo. Aedes xuxipt.
Importa mesmo é que convivemos com o x mesmo antes de nascer. Cansei de ouvir uma voz, do lado de fora da barriga de mamãe, ecoando: “Xxxxxx”. Pedia silêncio a quem estivesse por perto, a fim de conseguir escutar o choque de meus pés contra as muralhas do útero. “Está chiando, o garoto. Doido para sair daí”, completava. “Coisa de carioca, esse chiado”, alguém brincou, instaurando a saga do x até no jeito de falar. Mas, na internet, vale uma errata: é xiado. Economiza letra e, como convém à xaga (talvez mais chaga do que saga), fica ainda mais grotesco. Mais Xuxa. Outro dia, um amigo me convidou por e-mail: “Vamos a um xurras?”. Leia-se: churrasco. “Xau”, despediu-se, no fim da longa mensagem feita de xinco palavrinhas.
Portanto, e da mesma forma que excluo todos esses expertinhos de minha lista de e-mails (alegam, na sinestesia do inglês, um diminutivo neológico para expert), poderá algum também axar-me um xato, clicar no x da janela e beixinho, beixinho, xau, xau. Não será o primeiro nem o último x da vida. Desde sempre, submeto-me às angustiantes provas de múltipla escolha da existência. Aos x’s dos formulários. Dos crediários. Das pesquisas de campo. Elego pessoas, coisas, fatos, sonhos. Alguns e algumas me elegem. Marcam-me. Marcam-se. Em mim. Excluem-me. Excluem-se. Há sempre uma alternativa. Uma estatística. Um x a calcular, a encontrar. E outro, em incógnita. Para sempre. Uma equação de segundo, enésimo grau. Um y. Na transversal. Um plano cartesiano. Uma curva no gráfico. Uma raiz de delta, insolúvel, nietzschiana. Um problema para riscar. Um poema para arriscar. Hoje mesmo arrisco-me a escrever, como agora, acerca da idéia que clareia na sala de espera do consultetc-etc-etc, quando se esperaria, afinal, riscar, com um x, a oftalmologia do meu universo de consultas para as próximas mil e onze noites.
Por isso, alguém outrora disse: escrever é um risco. No duplo sentido. E blogs têm boa acústica: posso gritar sem fazer barulho. Talvez precise exceder o tom da voz apenas com a recepcionista-pingadora de colírios, que quase fez ouvido mouco à minha agonia. Em blogs também posso tascar beijocas na testa dos outros sem risco algum de micoses ou infecções bacterianas via contato oral. Por blogs, poderei fazer até sexo. Oral. Anal. Mensal. Quinzenal. E sem preservativos. Perigo algum de doenças. À exceção da xuxopatia. Xiiiii.... Déxa extô lirvre. Neste mundo que reservou muito pouco de visão e visibilidade, mas o suficiente para reconhecer onde posso e devo inserir um “s” ou dois, melhor mudar de aSSunto e terminar com um poema. Assim fica melhor. Fica chique. Uma palavra – bem dita em português – vale mais do que mil sinestesias. E aos que não têm motivos para fundar um blog e se afundarem junto com ele, perdão por roubar o espelho da madrasta de Branca de Neve. Vai dar meia-noite e ainda estou na sala de espera do consultório of-tal-mo-que-preguiça-de-continuar. Preciso voltar para casa. Para minha outra casa. E acordar. Senão, viro abóbora:

A realidade é coisa delicada,
de se pegar com a ponta dos dedos.
Um gesto mais brutal, e pronto: o nada.
A qualquer hora pode advir o fim.
O mais terrível de todos os medos.
Mas felizmente, não é bem assim.
Há uma saída - falar, falar muito.
São as palavras que suportam o mundo,não os ombros.
Sem o "porquê", o "sim",todos os ombros afundam juntos.
Basta uma boca aberta (ou um rabisconum papel)
para salvar o universo.Portanto, meus amigos, eu insisto:
Falem sem parar . Mesmo sem assunto.

(Paulo Henriques Britto, “De vulgari eloquentia”)